lunes, 10 de septiembre de 2012

Domingo Faustino Sarmiento

Fue maestro de escuela, político y militar, la figura de Domingo Faustino Sarmiento se revaloriza como uno de los más grandes escritores de la literatura argentina. Federico Jeanmaire analiza en esta producción su estilo coloquial y su necesidad 
de escribir para transformar la realidad.


En su monumental Historia de la literatura argentina, Ricardo Rojas avisa al llegar a Sarmiento que lo va a incluir a pesar de que no haya sido estrictamente literatura lo que el sanjuanino escribió. Tan temeraria afirmación no proviene, como podría suponerse, de algún sesudo juicio de valor acerca del cruce de géneros o de lo inclasificable de sus obras. Muy por el contrario, y de manera increíble, para Rojas el pecado capital que lo lleva casi a su exclusión del parnaso nacional reside en el trabajo que realiza a partir de la lengua coloquial. Es más, hasta llega a afirmar que sus textos no parecen escritos, si no que parece que hablaran. Sospecho que no existe ningún otro momento que exponga con tanta claridad las graves dificultades que ha tenido a lo largo del siglo XIX, y buena parte del XX, la literatura argentina para ser, tampoco otro momento en donde se dé cuenta, tan explícitamente, del lugar primordial que ocupa en esa epopeya, Domingo Faustino Sarmiento.

Lo escribía todo.

Sin importarle demasiado el soporte, hasta sobre las piedras de los Andes llegó a escribir, convirtiéndose en un adelantado del grafiti por estas tierras. Y no se trata de ninguna exageración: alcanza con pararse frente a los gruesísimos cincuenta y dos volúmenes que publicó el Senado de la Nación con motivo del centenario de la Revolución de Mayo, y que constituyen el más completo rescate de su obra, para comprenderlo de un solo vistazo. Ante tamaña enormidad, entonces, se me ocurre que lo más sano, y por otro lado lo único posible, es rendirse ante la evidencia e intentar ir por partes.

Una forma de la guerra

Una muestra de sus infinitas e inagotables ganas de escribir, quizá pueda entenderse a partir de las precarias condiciones de producción de Civilización y barbarie. Una vez conseguida la aprobación del director del diario El Mercurio para su proyecto de folletín, y sin tiempo suficiente durante el día para realizarlo debido a sus otras ocupaciones, decide destinar las noches de varios meses en la tarea. Debe vencer al sueño y ayudarse, entonces, con lo que tiene a mano: citas, a veces mal traducidas por él mismo, que funcionan como disparadores o, si no, apoyarse en su incontenible imaginación; tampoco puede dedicarse demasiado a investigar un terreno, la pampa, que jamás ha visto con sus propios ojos. Recursos de la ficción, ambos, que utiliza sin inconvenientes para el ensayo. Sin embargo, lo más importante no es esto, lo que importa es que Sarmiento no piensa a la palabra escrita como un mero vehículo de comunicación, si no como un arma. Escribir se convierte para él en una forma de la guerra. Vencer el sueño es la primera de esas batallas, pero las batallas que le interesa ganar son múltiples. Cree firmemente que los libros cambian la vida de los lectores y, en el paroxismo de esa creencia, incluso les atribuye la posibilidad de cambiar un país, el nuestro. Escribir, entonces, es transformar la realidad, hacerla otra de la que es. A tal punto está convencido de esto último que, hasta su muerte, y ante cada oportunidad que se le presente, escribirá una carta o un artículo o hasta un libro, si es necesario, para modificar lo que sueña que sus palabras lograrán modificar.

Hay ejemplos de sobra al respecto. Referiré sólo un par. Conocer el delta del río Paraná y, a partir de ese día, escribir incansablemente artículos en los diarios acerca de las posibilidades de convertirlo en un paraíso habitable único en el mundo. Hasta un librito llegó a dedicarle al tema. Y otro ejemplo más. Ya bastante enfermo, retirándose hacia su exilio en Asunción, el vapor que lo lleva realiza una parada en San Pedro. Pide que lo lleven a conocer la colonia suiza que queda del otro lado del río Arrecifes y de la que ha escuchado hablar maravillas. Allá va, en carreta, un par de leguas. Y descubre que la escuela de la colonia, para autofinanciarse, tiene sembrado papas en sus alrededores. Por supuesto, de inmediato escribirá largas cartas al director de escuelas y al ministro del área para solicitarles que impongan esa idea en toda la provincia. La guerra, entonces, no es contra Rosas ni contra los federales. Eso significaría minimizar la cuestión. En el fondo, su guerra personal la entablará contra el presente que él vislumbra como pasado. Y su escritura, incesante, imparable, es la manera en que supone el reclutamiento de un ejército de argentinos que marchen, decididos, hacia su idea del progreso.

Lo coloquial

La guerra es cuerpo a cuerpo. Pero no entre él y Facundo Quiroga o entre él y Aldao o entre él y el mismísimo Juan Manuel de Rosas. No. La guerra es con los lectores. Para triunfar tiene que contagiarlos, tiene que convencerlos, sumarlos a su bando. De eso se trata. De una guerra pedagógica, en el fondo. Por eso las tácticas también tendrán que ver con la pedagogía. Habrá que abrir escuelas, alfabetizar y, sobre todo, habrá que cambiar la grafía del castellano; dejar a un lado las dificultades, hacer mucho más simple el aprendizaje. Escribir como se oye. Olvidarse para siempre de la hache y de la u que queda como un resto mudo entre la q y la vocal sonora que le sigue. Qe ermoso día, para dar un ejemplo sencillo. De algún modo, interrumpir los pequeños o grandes abismos que existen entre la lengua escrita y el habla popular asegurará más lectores, más gente dispuesta a terminar con la tiranía del pasado. Y las herramientas, también serán didácticas. La hipérbole, un procedimiento que le permitirá encontrar con facilidad un camino de palabras entre el extremo malo y el extremo bueno de cualquier cuestión. O la repetición, un instrumento fundamental de la actividad educativa.

La escritura singular

La pulsión por escribirlo todo, sumada al hecho de hacerlo a partir de un registro que cualquier lector pueda comprender, da como resultado una escritura singular para la Argentina de aquella época y de todas las épocas del castellano, me animaría a agregar. Sarmiento se ha acostumbrado desde muy joven a tomar decisiones tajantes en casi todos los órdenes de su vida.

Entonces.

Ante la falta de estudios académicos sistemáticos, pero con una gran voluntad de conocimiento, el hombre se embarcará en una guerra de palabras contra lo que vislumbra como el pasado y, de ese singular cruce, resultará casi natural que su estilo sea único. Tratándose de escritura, finalmente el estilo no es más que un manojo de decisiones personales sobre el diccionario y sobre la sintaxis; decisiones que, en su caso, tienen que ver con sus desordenadas lecturas y con su vida, también hay que decirlo, un poco desordenada. Una mezcla. En Sarmiento, todo es mezcla. Si bien su escritura le deberá mucho a la filosofía, también le deberá mucho a lo que ha visto y ha escuchado en la calle. Le gustan los párrafos largos. Algunos, incluso, pueden ocupar más de una página. Y son largos, trabajados, porque necesita en ellos desarrollar cada una de sus tesis. Una construcción del párrafo que, sin duda, le debe mucho a la escritura filosófica. Allí aparecerá, generalmente al principio, la tesis y el resto de las líneas será utilizado para demostrar que tal tesis es verdadera. Y no le temblará el pulso a la hora de ir levantando el registro de su discurso para convencer. Sus textos gritarán, si hace falta un grito para que el lector se convenza de que la idea que encabezaba el párrafo es la correcta. Pero también, otra vez, utilizará herramientas de la escritura filosófica para conseguirlo: duplicar textualmente la verdad de lo dicho o darlo naturalmente por sentado. Para ello usará alguna última oración que funcionará como un látigo de significación o el látigo se convertirá en el comienzo del párrafo que sigue o, a veces, en una corta oración suelta. Todas argucias filosóficas. Y más, todavía. La verdad de ese párrafo se encadenará con la verdad del párrafo siguiente y así sucesivamente, hasta arribar a la verdad totalizadora a la que apunta. Pura filosofía. Sin embargo, sospecho que en el origen de ese régimen, se esconde el componente callejero. Hablar de la naturaleza del gaucho desde la lejana existencia del beduino es un típico recurso del habla popular. La distancia incomprobable de un saber que el otro no posee o no puede contrastar, mucho menos si ese saber irrumpe furioso en párrafos interminables, que no dejan lugar para el silencio y la consiguiente repregunta del interlocutor. Un discurso que atropella, que no deja blancos, que se lleva los demás discursos por delante. Autoritario. Definitivo. Tan autoritario y tan definitivo como cualquier discurso de pulpería o cualquier discurso filosófico.

Epílogo

Para el final, y como corresponde, me gustaría revisar un lugar común.
Los argentinos siempre andamos buscando alguna excusa para no leer. Borges porque es difícil. Sarmiento porque no quería a los gauchos ni a los indios. Una lástima nacional inexplicable, aunque, quizá, todavía se pueda hacer algo.

Veamos.
 Hay un componente mítico inevitable, en la palabra “Sarmiento”. La construcción de una significación en la que cada uno de nosotros, voluntaria o involuntariamente, hemos puesto algún ladrillo. Todos, absolutamente todos, tenemos algo que decir sobre él. No importa si lo hemos leído o, incluso, si nos hemos preocupado por saber algo acerca de la acción que desplegó a lo largo de su vida o acerca de su pensamiento. Es una palabra. Una palabra que se resuelve de manera mítica: a partir de nuestros propios preconceptos, nuestras propias ideas. Con eso parece que nos alcanzara y nos sobrara. Un mito, encima, convertido por obra y gracia de las necesidades o los intereses de nuestros antepasados en feriado nacional.

Una lástima, repito.
Así como el hombre que hubo detrás de esa palabra no decidió nacer justo nueve meses después de la Revolución de Mayo, tampoco decidió morir en 1988, justo en medio de una crisis de corrupción y de hiperinflación. Cosas que pasan, cada tanto, en este país y a la larga nos impiden dejar a un lado los prejuicios para disfrutar de un grandísimo escritor.

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